Existen multitud de motivos, razones y objetivos que nos impulsan a viajar, y casi tantas formas distintas de llevar a cabo ese viaje. Yo, personalmente, prefiero viajar por el placer de hacerlo, para conocer el lugar al que viajo, callejear y saborear los manjares autóctonos. Disfruto sentada durante horas en cualquier parque observando lo que me ofrece ese lugar y que no puede ofrecerme mi propia ciudad.
En una ocasión, realicé un viaje en el que lo único realmente claro era el día y la ciudad a la que llegaría y el día y la ciudad desde la que partiría. Fue un viaje que personalmente me enriqueció mucho. A pesar de la necesidad de estar en 15 días al otro lado de la península escandinava, podíamos deleitarnos con cada nuevo sitio que visitábamos e incluso variar nuestra ruta siempre y cuando llegáramos a tiempo al destino final. El destino final era solo eso: nuestro destino. Un lugar desde el que tomar el avión de regreso a Barcelona. El verdadero viaje fueron esas dos semanas desplazándonos en tren, autobús, ferry y autostop por la península. Desde entonces, mi manera de viajar sufrió un gran cambio. No viajo para haber estado en otro lugar, viajo para conocer ese lugar.
“Life is what happens to you while you're busy making other plans” John Lennon.
Fuente: http://logiaitaca.bligoo.com/content/view/97480/Viaje_a_ITACA_CONSTANTINO_KAVAFIS.html
sábado, 21 de marzo de 2009
martes, 10 de marzo de 2009
Pasión por viajar
La primera vez que entré en la página tuAventura.org no sabía muy bien lo que me iba a encontrar. No sabía qué tipo de personas escribían allí ni las experiencias que contarían. Pude observar que se trata de hombres y mujeres de toda edad y condición que simplemente comparten su pasión por viajar. Leí un par de relatos y, sin darme cuenta, pude sentir con claridad lo que el autor del texto trataba de transmitir al explicar su aventura personal.
No es necesario viajar físicamente para que tu mente se desplace a otros lugares y los disfrute. Del mismo modo se podría decir que es posible viajar sin disfrutar de la experiencia que supone conocer otro lugar. Es solo cuestión de predisposición.
Fuente: www.tuaventura.org
lunes, 9 de marzo de 2009
Nunca fue tan grato el desvío
Al escribir el término Lofoten en Google lo primero que aparece es una serie de imágenes extraordinarias que describen a la perfección el archipiélago noruego. Era principios de agosto del año 2007 cuando casi por accidente puse mis pies en Svolvaer, la capital de las islas Lofoten. Estaba de interrail con dos amigos por la Península escandinava cuando, en un tren que nos dirigía a Fläm, nos topamos con Arantxa, una periodista madrileña que realizaba un reportaje sobre Escandinavia. Nos preguntó qué tipo de viaje estábamos haciendo, cuál era nuestro presupuesto y hacia dónde nos dirigíamos. En principio al bajar del tren nuestros caminos se dividían pero el destino hizo que nos encontrásemos de nuevo en Bergen, una bonita ciudad pesquera. En un McDonald’s de Bergen fue donde Arantxa y su compañero nos aconsejaron que visitáramos las islas Lofoten. Nos dijeron que en esta época del año se trataba de un lugar idílico. Nosotros teníamos el interrail perfectamente organizado para llegar a Helsinki, la capital de Finlandia, el día 15 de agosto y no podíamos permitirnos ninguna demora. No obstante, su insistencia nos llevó a desviar nuestra ruta. Al salir de Bergen pasamos por Trondheim y más tarde por Bodo, desde donde salía el Ferry con dirección a las islas Lofoten. Recuerdo que la brisa del mar, congelada pasado el círculo polar, olía a libertad y despreocupación. Un sentimiento que a medida que nos acercábamos al archipiélago se veía aumentado.
Llegamos a tiempo para coger el único bus de la tarde, que pasaba a las 17.30 por el centro de la ciudad y nos llevaba al camping. El conductor, muy agradable y sin conocimiento alguno de inglés, trataba de explicarnos anécdotas de la ciudad. Una ciudad con apenas 9.000 habitantes. Nos dejó en la puerta del camping y allí fue donde nos enamoramos de la isla. Se trataba de un camping con bungalows de madera y con vistas a unos fiordos, flanqueados por montañas, pero aparentemente infinitos. Aquel lugar era la definición de belleza. Lo único que queríamos era explorar la isla así que corrimos montaña arriba con la ayuda del perro del dueño que nos guiaba por lugar seguro. Hasta que aparecimos en la cumbre de la montaña. Una montaña que aparentemente era de gran altura pero en la que te sentías terriblemente pequeño al verte rodeado de cordilleras mucho mayores. Una vez allí, la misma sensación nos invadió a los tres así que nos miramos y chillamos a pleno pulmón. Estábamos tan alejados de la realidad, de nuestra realidad, que nos sentíamos libres de hacer lo que en plena ciudad no podíamos. Fue una grata sensación de libertad.
Aquella noche el dueño del camping se ofreció a llevarnos a la mañana siguiente en su lancha por los fiordos. Así que nos fuimos a dormir nerviosos por conocer qué más podría enseñarnos aquel lugar que no dejaba de sorprendernos. Nos despertamos con los rayos del sol entrando por nuestra ventana anunciando que sería un gran día. Nos enfundamos en nuestros bañadores y ropa de verano por primera vez desde que despegamos de Barcelona. La verdad es que no parecía que hubiésemos cruzado el círculo polar. Como cada mañana desayunamos bocadillos de embutidos traídos de casa para ocasiones en que no hubiese otra alternativa. Y subimos a la lancha con ganas de hablar con aquel hombre. Nos paseó por el Trollfjord y nos explicó leyendas de la isla mientras comíamos bacalao seco (comida típica de los vikingos). El agua era cristalina y por allí no había un alma, tan solo las medusas que rondaban la lancha. Una vez hubimos llegado a un rincón recogido nos preguntó si queríamos bañarnos. Nunca pensé que me bañaría en el círculo polar pero así fue. Primero nos duchamos en las cataratas que resbalaban por las paredes de aquellas montañas erosionadas que nos rodeaban. Y más tarde nos lanzamos al agua. Fue entrar y salir. Era aquella sensación de mil puñales clavándose en el cuerpo que realmente nunca había sentido antes. No se puede sentir en el Mediterráneo. Pero a pesar del dolor nos volvimos a tirar. ¿Por qué? Creo que nunca sabré qué nos llevó a hacer aquello pero era una sensación parecida a la de gritar en la cumbre de la montaña. Fuimos empujados por una fuerza superior.
Al volver al camping me quedé un tiempo sentada en el muelle y observando la inmensidad, sin pensar, solo disfrutando de ese lugar que se mostraba desnudo ante mí.
En ocasiones parece que debamos viajar muy lejos para descubrir lugares como las islas Lofoten pero yo lo descubrí a 3.300 kilómetros de casa. Ahora puedo decir que valió la pena desviar mi camino.
Llegamos a tiempo para coger el único bus de la tarde, que pasaba a las 17.30 por el centro de la ciudad y nos llevaba al camping. El conductor, muy agradable y sin conocimiento alguno de inglés, trataba de explicarnos anécdotas de la ciudad. Una ciudad con apenas 9.000 habitantes. Nos dejó en la puerta del camping y allí fue donde nos enamoramos de la isla. Se trataba de un camping con bungalows de madera y con vistas a unos fiordos, flanqueados por montañas, pero aparentemente infinitos. Aquel lugar era la definición de belleza. Lo único que queríamos era explorar la isla así que corrimos montaña arriba con la ayuda del perro del dueño que nos guiaba por lugar seguro. Hasta que aparecimos en la cumbre de la montaña. Una montaña que aparentemente era de gran altura pero en la que te sentías terriblemente pequeño al verte rodeado de cordilleras mucho mayores. Una vez allí, la misma sensación nos invadió a los tres así que nos miramos y chillamos a pleno pulmón. Estábamos tan alejados de la realidad, de nuestra realidad, que nos sentíamos libres de hacer lo que en plena ciudad no podíamos. Fue una grata sensación de libertad.
Aquella noche el dueño del camping se ofreció a llevarnos a la mañana siguiente en su lancha por los fiordos. Así que nos fuimos a dormir nerviosos por conocer qué más podría enseñarnos aquel lugar que no dejaba de sorprendernos. Nos despertamos con los rayos del sol entrando por nuestra ventana anunciando que sería un gran día. Nos enfundamos en nuestros bañadores y ropa de verano por primera vez desde que despegamos de Barcelona. La verdad es que no parecía que hubiésemos cruzado el círculo polar. Como cada mañana desayunamos bocadillos de embutidos traídos de casa para ocasiones en que no hubiese otra alternativa. Y subimos a la lancha con ganas de hablar con aquel hombre. Nos paseó por el Trollfjord y nos explicó leyendas de la isla mientras comíamos bacalao seco (comida típica de los vikingos). El agua era cristalina y por allí no había un alma, tan solo las medusas que rondaban la lancha. Una vez hubimos llegado a un rincón recogido nos preguntó si queríamos bañarnos. Nunca pensé que me bañaría en el círculo polar pero así fue. Primero nos duchamos en las cataratas que resbalaban por las paredes de aquellas montañas erosionadas que nos rodeaban. Y más tarde nos lanzamos al agua. Fue entrar y salir. Era aquella sensación de mil puñales clavándose en el cuerpo que realmente nunca había sentido antes. No se puede sentir en el Mediterráneo. Pero a pesar del dolor nos volvimos a tirar. ¿Por qué? Creo que nunca sabré qué nos llevó a hacer aquello pero era una sensación parecida a la de gritar en la cumbre de la montaña. Fuimos empujados por una fuerza superior.
Al volver al camping me quedé un tiempo sentada en el muelle y observando la inmensidad, sin pensar, solo disfrutando de ese lugar que se mostraba desnudo ante mí.
En ocasiones parece que debamos viajar muy lejos para descubrir lugares como las islas Lofoten pero yo lo descubrí a 3.300 kilómetros de casa. Ahora puedo decir que valió la pena desviar mi camino.
sábado, 7 de marzo de 2009
¿Qué importa el autor cuando se trata de arte?
El arte es subjetivo. Según la RAE, el arte es la “manifestación de la actividad humana mediante la cual se expresa una visión personal y desinteresada que interpreta lo real o imaginado con recursos plásticos, lingüísticos o sonoros”. Es arte aquello que despierta en nosotros emociones y sin saber por qué nos lleva a un mundo paralelo de alegría, furia o tristeza independientemente de nuestro humor ‘real’. Y no todo el mundo se siente atraído por el mismo arte. Así pues, ¿cómo es posible que se valore tanto una obra y otra se considere inferior?
A mi entender, la relación de la mayoría de las personas con el mundo del arte, especialmente en nuestra sociedad occidental, contiene una gran dosis de hipocresía porque se tiende a apreciar aquello que se supone que hay que apreciar y no lo que realmente suscita nuestras emociones.
Existen coleccionistas de arte que más que obras de arte coleccionan grandes nombres. Tener un Goya, un Velázquez o un Mondrian en casa automáticamente sube tu caché. ¡Qué más da si se trata de un cuadro bello o no! Por otro lado, hay personas sin los recursos necesarios para comprarse una obra de renombre que disfrutan con la posesión de una figurita de los chinos. ¿Por qué no se le puede llamar arte a ello? ¿Acaso no se creó con la misma dedicación que cualquier Giacometti? Incluso yo misma podría considerar que las fotografías que tomo son arte porque evocan momentos de mi vida que me hacen sonreír y despiertan emociones en mí. Quizá emociones más fuertes incluso que las flores primaverales y las mujeres de Mucha, que ya es decir.
Por este motivo considero que todos somos poseedores de arte a nuestra manera, ya se trate de un Rothko de dos metros de altura o de un dibujo a lápiz garabateado a los 5 años. Lo importante no es el autor sino lo que sientes al verlo.
Fuente: DRAE
A mi entender, la relación de la mayoría de las personas con el mundo del arte, especialmente en nuestra sociedad occidental, contiene una gran dosis de hipocresía porque se tiende a apreciar aquello que se supone que hay que apreciar y no lo que realmente suscita nuestras emociones.
Existen coleccionistas de arte que más que obras de arte coleccionan grandes nombres. Tener un Goya, un Velázquez o un Mondrian en casa automáticamente sube tu caché. ¡Qué más da si se trata de un cuadro bello o no! Por otro lado, hay personas sin los recursos necesarios para comprarse una obra de renombre que disfrutan con la posesión de una figurita de los chinos. ¿Por qué no se le puede llamar arte a ello? ¿Acaso no se creó con la misma dedicación que cualquier Giacometti? Incluso yo misma podría considerar que las fotografías que tomo son arte porque evocan momentos de mi vida que me hacen sonreír y despiertan emociones en mí. Quizá emociones más fuertes incluso que las flores primaverales y las mujeres de Mucha, que ya es decir.
Por este motivo considero que todos somos poseedores de arte a nuestra manera, ya se trate de un Rothko de dos metros de altura o de un dibujo a lápiz garabateado a los 5 años. Lo importante no es el autor sino lo que sientes al verlo.
Fuente: DRAE
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