lunes, 9 de marzo de 2009

Nunca fue tan grato el desvío

Al escribir el término Lofoten en Google lo primero que aparece es una serie de imágenes extraordinarias que describen a la perfección el archipiélago noruego. Era principios de agosto del año 2007 cuando casi por accidente puse mis pies en Svolvaer, la capital de las islas Lofoten. Estaba de interrail con dos amigos por la Península escandinava cuando, en un tren que nos dirigía a Fläm, nos topamos con Arantxa, una periodista madrileña que realizaba un reportaje sobre Escandinavia. Nos preguntó qué tipo de viaje estábamos haciendo, cuál era nuestro presupuesto y hacia dónde nos dirigíamos. En principio al bajar del tren nuestros caminos se dividían pero el destino hizo que nos encontrásemos de nuevo en Bergen, una bonita ciudad pesquera. En un McDonald’s de Bergen fue donde Arantxa y su compañero nos aconsejaron que visitáramos las islas Lofoten. Nos dijeron que en esta época del año se trataba de un lugar idílico. Nosotros teníamos el interrail perfectamente organizado para llegar a Helsinki, la capital de Finlandia, el día 15 de agosto y no podíamos permitirnos ninguna demora. No obstante, su insistencia nos llevó a desviar nuestra ruta. Al salir de Bergen pasamos por Trondheim y más tarde por Bodo, desde donde salía el Ferry con dirección a las islas Lofoten. Recuerdo que la brisa del mar, congelada pasado el círculo polar, olía a libertad y despreocupación. Un sentimiento que a medida que nos acercábamos al archipiélago se veía aumentado.
Llegamos a tiempo para coger el único bus de la tarde, que pasaba a las 17.30 por el centro de la ciudad y nos llevaba al camping. El conductor, muy agradable y sin conocimiento alguno de inglés, trataba de explicarnos anécdotas de la ciudad. Una ciudad con apenas 9.000 habitantes. Nos dejó en la puerta del camping y allí fue donde nos enamoramos de la isla. Se trataba de un camping con bungalows de madera y con vistas a unos fiordos, flanqueados por montañas, pero aparentemente infinitos. Aquel lugar era la definición de belleza. Lo único que queríamos era explorar la isla así que corrimos montaña arriba con la ayuda del perro del dueño que nos guiaba por lugar seguro. Hasta que aparecimos en la cumbre de la montaña. Una montaña que aparentemente era de gran altura pero en la que te sentías terriblemente pequeño al verte rodeado de cordilleras mucho mayores. Una vez allí, la misma sensación nos invadió a los tres así que nos miramos y chillamos a pleno pulmón. Estábamos tan alejados de la realidad, de nuestra realidad, que nos sentíamos libres de hacer lo que en plena ciudad no podíamos. Fue una grata sensación de libertad.
Aquella noche el dueño del camping se ofreció a llevarnos a la mañana siguiente en su lancha por los fiordos. Así que nos fuimos a dormir nerviosos por conocer qué más podría enseñarnos aquel lugar que no dejaba de sorprendernos. Nos despertamos con los rayos del sol entrando por nuestra ventana anunciando que sería un gran día. Nos enfundamos en nuestros bañadores y ropa de verano por primera vez desde que despegamos de Barcelona. La verdad es que no parecía que hubiésemos cruzado el círculo polar. Como cada mañana desayunamos bocadillos de embutidos traídos de casa para ocasiones en que no hubiese otra alternativa. Y subimos a la lancha con ganas de hablar con aquel hombre. Nos paseó por el Trollfjord y nos explicó leyendas de la isla mientras comíamos bacalao seco (comida típica de los vikingos). El agua era cristalina y por allí no había un alma, tan solo las medusas que rondaban la lancha. Una vez hubimos llegado a un rincón recogido nos preguntó si queríamos bañarnos. Nunca pensé que me bañaría en el círculo polar pero así fue. Primero nos duchamos en las cataratas que resbalaban por las paredes de aquellas montañas erosionadas que nos rodeaban. Y más tarde nos lanzamos al agua. Fue entrar y salir. Era aquella sensación de mil puñales clavándose en el cuerpo que realmente nunca había sentido antes. No se puede sentir en el Mediterráneo. Pero a pesar del dolor nos volvimos a tirar. ¿Por qué? Creo que nunca sabré qué nos llevó a hacer aquello pero era una sensación parecida a la de gritar en la cumbre de la montaña. Fuimos empujados por una fuerza superior.
Al volver al camping me quedé un tiempo sentada en el muelle y observando la inmensidad, sin pensar, solo disfrutando de ese lugar que se mostraba desnudo ante mí.
En ocasiones parece que debamos viajar muy lejos para descubrir lugares como las islas Lofoten pero yo lo descubrí a 3.300 kilómetros de casa. Ahora puedo decir que valió la pena desviar mi camino.

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